Y: Oh, catástrofe
(Nuestro mono trágico
Evadido del Zoo
Ha devorado a los
presentes)

j. m. a.


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lunes, 10 de octubre de 2011

El Prut (Onettíada)

De una viscosidad turbia, el Prut se desliza por la izquierda de la luna delantera, empañada, polvorienta.  El Prut lleva poco caudal, transcurre serpenteante entre la maleza, se deja tragar por la tierra negra. La luz opaca de la media tarde refulge sobre el río terso como el lomo de un animal. Quedan atrás las colinas sembradas de viñas, sus sarmientos desnudos contra el cielo blanquecino, el río como la cola de un gato negro enroscado a sus pies. El paisaje se vuelve llano, desnudo, parte las ventanillas de un tajo limpio. El silencio cada vez más denso en el interior de la furgoneta anuncia la proximidad de las aduanas. Dos construcciones blancas aparecen flanqueando la carretera, a un centenar de metros de distancia.

Mientras la furgoneta avanza, un fragor de telas y cremalleras estorba el silencio. Manos gruesas, dedos gruesos, ágiles, palpan paquetes y bolsas de plástico. El grosor de los dedos se siente en el grosor del crujido, crac, crac, de paquetes y bolsas. Manos que se deslizan bajo los asientos como reptiles entre la maleza. Noto el peso de un bulto que alguien ha depositado a mis pies. A poca distancia de él, unos ojos. Ojos febriles. Las manos del conductor tienen los nudillos blancos a causa de la fuerza con que agarran el volante.

La furgoneta se detiene con el motor encendido.  La voz, todavía sin rostro, del conductor, con la misma gravedad del ronquido del motor, rutinaria, aprendida, pide los pasaportes y rigurosamente los clasifica, con movimientos rápidos, ágiles, entre unos dedos nudosos y bronceados, largos como las piezas alineadas de un ábaco. Los pasajeros se reúnen en el estricto círculo que proyectan los faros del vehículo. La noche es clara todavía cuando el conductor, con pasos grandes, espaciados, conduciendo su desmañada corpulencia con una determinación cargada de fracasos, avanza hacia las manchas amarillentas y grises de los edificios mal iluminados.

Pasa el tiempo fragmentado por el ladrar de los perros, de una discordancia que parece coincidir exactamente con la muda partitura del cielo estrellado dibujándose sobre nosotros, lento, preciso, de este a oeste. Los ojos de nuevo frente a mí, se agrandan hacia el foco de luz que los desnuda y esboza bajo ellos un cuerpo, despacio, primero unos zapatos marrones, polvorientos, las piernas que se adivinan robustas, cortas, y bajo los pantalones holgados se agitan levemente tratando de desentumecerse. Las manos cruzadas sobre el abdomen hinchado, contenido por la camisa, sujetan una bolsa de tejido sintético, voluminosa, de un color claro indeterminado sobre el que los faros proyectan un estampado de círculos concéntricos.

Una sábana sucia y abigarrada de nubes bajas intensifica la oscuridad cuando a nuestra derecha, agitándose como un reflejo de luz en el agua, vemos acercarse la mancha blanca del conductor. Atravesaremos las aduanas tras una última comprobación del contenido de la furgoneta. Debemos mostrar los equipajes con todos los pasajeros ya en el interior, en las mismas plazas que ocuparan antes, los pasaportes abiertos por la página de la fotografía. El conductor habrá pagado la prestancia y el silencio con un paquete de café, unas cajetillas de tabaco. Rápida, dócilmente se lleva a cabo el registro. La bolsa a mis pies. Los ojos febriles dicen, no suplican, porque la súplica habría sido el asidero de la desesperación y nunca la desesperación se alcanza en esta tierra de nadie, en este llano infinito de espera; dicen con un miedo aprendido, agudo y tolerable como una voz familiar, la urgencia del silencio. La bolsa parece contener todas las horas de impaciencia acumuladas en innumerables descampados, junto a innumerables furgonetas, frente a innumerables pasos de aduana idénticos a este, mientras crece en peso y volumen a mis pies.

El miedo no desaparece cuando reanudamos la marcha, y es noche cerrada y los edificios de aduanas empiezan a encogerse hacia un rincón de la luna trasera de la furgoneta. El miedo late débilmente, como olvidado de su dueño, abandonado en una de esas innumerables fronteras invisibles que jalonan el territorio europeo. O puede que el olvido fuera antes, en el momento, casi imaginario, de la partida, cuando padres, amigos, incluso una mujer, aún joven, o unos hijos, demasiado pequeños como para recordar, demasiado crecidos como para no comprender, llenaban con alboroto de manos el cuadro de una puerta cada vez más pequeña, en una casa de repente más grande, que se iría vaciando también del temor y la esperanza nunca nombrados, quizás fingidos.

Siguió allí, el miedo, encogido en sus ojos, inmóvil, expectante como un animal de piedra, latiendo bajo la piedra, mientras por la derecha de la luna delantera, el Prut, silencioso, lento, blanco como una cuchilla, avanzaba en el paisaje apenas visible de la llanura, partiendo las ventanillas laterales de un tajo limpio.