Y: Oh, catástrofe
(Nuestro mono trágico
Evadido del Zoo
Ha devorado a los
presentes)

j. m. a.


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miércoles, 26 de septiembre de 2012

El espectador emancipado


 "En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso" 
G. Debord, La sociedad del espectáculo.






"El uso clásico de la imagen intolerable trazaba una línea recta entre el espectáculo intolerable y la conciencia de la realidad que éste expresaba, y de allí al deseo de actuar para cambiarla. Pero este vínculo entre representación, saber y acción era una pura presuposición. De hecho, la imagen intolerable obtenía su poder de la evidencia de los escenarios teóricos que permitían identificar su contenido y de la fuerza de los movimientos políticos que los traducían en una práctica. El debilitamiento de esos escenarios y de esos movimientos ha producido un divorcio, que opone el poder anestésico de la imagen a la capacidad política de toda imagen. El escepticismo presente es el resultado de un exceso de fe. Nació de la decepcionada creencia en una línea recta entre percepción, afección, comprensión y acción. Una confianza nueva en la capacidad política de las imágenes supone la crítica de ese esquema estratégico. Las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate. Contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, lo decible y lo pensable; y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible."

El espectador emancipado, Jacques Rancière, página 105. 
Castellón: Ellago, 2010.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Las Ventanas Tapiadas, de Alexandru Vona






Capítulo I
(fragmento)

Estaba triste, pero no como cada día; para ser más precisos, como siempre al despuntar el día, cuando tan penosamente me desprendo de los seres frágiles y mansos con quienes paso las noches y de ese otro mundo anterior, siempre diferente, donde el detalle más insignificante lo modifica todo. La sonrisa levemente insinuada en el semblante de una joven significa que en algún lugar a mis espaldas se ha abierto una ventana, se siente la sombra de las nubes blancas, el viento se extravía entre las finas ramas de los álamos (todo esto es capaz de provocar la comisura levemente curvada de unos labios húmedos). También está, por supuesto, la pereza de la sangre que debe retomar, tras las vacaciones de la noche, su papel subalterno de mensajera ciega de la vida.

Esta tristeza, que testimonian los niños cuando se levantan llorando, retrocede después lentamente como la marea baja; en la playa del cuerpo quedan solo a veces, como en algunas hondonadas, remansos de un fluido amargo. De modo que hay días en que mi cerebro no soporta el ruido, y entonces echo el cerrojo y dejo pasar el tiempo entre las apacibles paredes. Días en que las manos no pueden hacer nada y las siento temblar, poseídas por una agitación inexplicable, hasta tarde en la noche, cuando se duermen extenuadas a mi lado.

Otros días, esta tristeza me abandona tan veloz que cuando la casera     me trae la leche no la encuentra en la buhardilla. No se da cuenta de que ese es el motivo por el cual siente la necesidad de explicarme el alboroto nocturno que han armado en la taberna de la esquina; yo, en cambio, sé que sus palabras significan que mi tristeza, que tiene una callada influencia sobre ella, se ha disipado de modo inusual, y le sonrío agradecido por la buena noticia.

De hecho, todas las miradas tienen el don de reflejarme en ellas, de poner al descubierto los vestigios de la noche, el grado de mis tristezas… todavía presentes. Aquella ocasión en que el cajero de un restaurante, en la ciudad, me retuvo para contarme algo sobre una epidemia silenciada por las autoridades, supe que una vez más tenía los ojos turbios, que en sueños había transitado por lugares de los que aún no había conseguido desprenderme y que allí se habían quedado, como el pigmento oscuro en el rostro de los hombres cuando volvían de los campos de trabajo. Alguna que otra vez, si la tristeza remolonea demasiado decido ahuyentarla (otras, no me molesta para nada y pasamos un buen día juntos). Entonces, con gestos que provocarían el estupor de mis pocos conocidos, sabedores de mi carácter indolente y desmañado (Kati me ayuda siempre a ponerme el abrigo, y no lo hace de guasa para que me ruborice, sino porque yo solo tardo demasiado y eso la irrita), en tres minutos estoy vestido y bajo al mercado. He llegado a la conclusión de que mi tristeza tiene un carácter débil, como esos héroes fracasados que, después de anotar en su diario las ideas más excepcionales, se complican con naderías, con episodios cotidianos, malgastan su entusiasmo en gestos sin importancia.

Mi tristeza no soporta lo que hay de imprevisible en cada transeúnte, las imágenes heteróclitas, los colores demasiado discordantes, el ruido. En el mercado encuentro todo esto y a veces me basta con una hora para poder regresar a casa tranquilo. Esta tristeza dócil -con la que juego como un padre con un hijo que se vuelve insolente cuanta más atención le prestas, pero a quien con una mirada puedes dominar, mandarlo a su habitación-, aún sigue sorprendiéndome.

Sale repentinamente a mi encuentro bajo la forma de un objeto, generalmente feo; una ventana demasiado alta con el marco desvencijado y los cristales opacos, una página de diario con la letra mal impresa, que me marea cuando empiezo a leer. Trata así de capturarme, de ahuyentarme de nuevo hacia mi buhardilla, hacia las sombras y los vagos contornos que se adivinan tras los pesados párpados. Sin embargo he conseguido, con el tiempo, descubrirle el juego y, con ello, la forma de alejarla. Me digo en voz alta: “Estas ventanas sucias seguro que no ocultan nada interesante”, o “Probablemente se trate solo de un artículo sobre la elección de un nuevo ministro o algo por el estilo”. Con una sonrisa desdeñosa, que me imagino perfectamente aunque no suelo ensayar ante los espejos, paso decididamente de largo ante la tristeza evanescente.

(...)

De hecho, sé que no está bien llamarla tristeza, se trata más bien de un desviarse hacia una sombra en la que todo se mezcla, imágenes precisas, sucesos del pasado, no sé qué vagos deseos. (El término posiblemente sería más oportuno si esos deseos, evidentemente irrealizados, fueran más precisos. Lo utilizo, con todo, al no encontrar otro más apropiado.)

Un viejo con un chaleco naranja que no te abandona en toda la tarde; una mano enguantada tirando suavemente de la portezuela de un automóvil que arranca veloz y de la cual no te puedes desprender hasta que recobra sus proporciones mínimas, igual de inesperadamente. No son, que digamos, situaciones muy cómodas. 



Título original: Ferestrele Zidite.
Páginas:293
Editorial: Editura Est (Samuel Tastet Éditeur, 2001)
ISBN 973-98094-8-0
Edición Definitiva, Revisada y Corregida.

Traducción al castellano de la autora de este blog.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Sobre la tristeza (I)

No cabe duda de que Alexandru Vona fue un tipo triste. Un tipo triste ingeniero de oficio, de una tristeza sublime capaz de imaginar los escenarios más tristes, como el aeropuerto de Orly, del que fue artífice, el lugar donde caería muerto mucho después el espectral héroe de La Jetée, muerto una y otra vez, muerto hasta la saciedad y espectador atónito de su propia muerte en una de las películas más tristes, más felizmente tristes que se hayan filmado


Alexandru Vona debió imaginar ese espigón (jetée) donde el héroe es arrojado (jeté) y calcular al milímetro la cantidad de cemento, la distancia entre las torres de megafonía, la situación de las salas de espera y esos cristales ahumados que habrían de reflejar los rescoldos del sol poniente y en negativo la carrera de un Ícaro cuyas alas arderían antes de echar a volar, calculó la distancia exacta hasta ese cielo opresor al que se ofrecieron unas garras abrasadas, el tamaño y forma del embaldosado, aquel gris deslucido y húmedo sobre el que el cuerpo yació para ser tragado después para siempre, una y otra vez para siempre, por el fundido a negro.

Vona imaginó un aeropuerto, cerca del espigón una escalera y el punto exacto donde, dos años antes de que naciera aquel hombre que siendo niño presenció su propia muerte, Michel (Jean Paul Belmondo) se despedía de Patricia (Jean Seberg) en À bout de souffle. Con el mismo talante burlón con que horas después se cerraría a sí mismo los ojos tras ser abatido a tiros por la policía. Se cerró los ojos queriendo cerrar la nariz y dijo: “c’est vraiment degueulasse” por no querer decir “c’est vraiment triste”.

Mucho antes de que todo esto sucediera, antes incluso de imaginar el aeropuerto de Orly, Alexandru Vona imaginó un libro, y después lo escribió. O escribió un libro y después lo imaginó, ya que este libro no sería publicado hasta muchos años después de escrito, muchos años después de muertos los muertos de La Jetée y À bout de souffle. Ese libro, imaginado o real, trataba sobre la tristeza.