Capítulo I
(fragmento)
Estaba triste,
pero no como cada día; para ser más precisos, como siempre al despuntar el día,
cuando tan penosamente me desprendo de los seres frágiles y mansos con quienes paso
las noches y de ese otro mundo anterior, siempre diferente, donde el detalle
más insignificante lo modifica todo. La sonrisa levemente insinuada en el
semblante de una joven significa que en algún lugar a mis espaldas se ha
abierto una ventana, se siente la sombra de las nubes blancas, el viento se
extravía entre las finas ramas de los álamos (todo esto es capaz de provocar la
comisura levemente curvada de unos labios húmedos). También está, por supuesto,
la pereza de la sangre que debe retomar, tras las vacaciones de la noche, su papel
subalterno de mensajera ciega de la vida.
Esta tristeza,
que testimonian los niños cuando se levantan llorando, retrocede después lentamente
como la marea baja; en la playa del cuerpo quedan solo a veces, como en algunas
hondonadas, remansos de un fluido amargo. De modo que hay días en que mi
cerebro no soporta el ruido, y entonces echo el cerrojo y dejo pasar el tiempo
entre las apacibles paredes. Días en que las manos no pueden hacer nada y las
siento temblar, poseídas por una agitación inexplicable, hasta tarde en la
noche, cuando se duermen extenuadas a mi lado.
Otros días, esta
tristeza me abandona tan veloz que cuando la casera me
trae la leche no la encuentra en la buhardilla. No se da cuenta de que ese es
el motivo por el cual siente la necesidad de explicarme el alboroto nocturno
que han armado en la taberna de la esquina; yo, en cambio, sé que sus palabras significan
que mi tristeza, que tiene una callada influencia sobre ella, se ha disipado de
modo inusual, y le sonrío agradecido por la buena noticia.
De hecho, todas
las miradas tienen el don de reflejarme en ellas, de poner al descubierto los vestigios
de la noche, el grado de mis tristezas… todavía presentes. Aquella ocasión en
que el cajero de un restaurante, en la ciudad, me retuvo para contarme algo
sobre una epidemia silenciada por las autoridades, supe que una vez más tenía
los ojos turbios, que en sueños había transitado por lugares de los que aún no había
conseguido desprenderme y que allí se habían quedado, como el pigmento oscuro
en el rostro de los hombres cuando volvían de los campos de trabajo. Alguna que
otra vez, si la tristeza remolonea demasiado decido ahuyentarla (otras, no
me molesta para nada y pasamos un buen día juntos). Entonces, con gestos que provocarían
el estupor de mis pocos conocidos, sabedores de mi carácter indolente y
desmañado (Kati me ayuda siempre a ponerme el abrigo, y no lo hace de guasa
para que me ruborice, sino porque yo solo tardo demasiado y eso la irrita), en
tres minutos estoy vestido y bajo al mercado. He llegado a la conclusión de que
mi tristeza tiene un carácter débil, como esos héroes fracasados que, después
de anotar en su diario las ideas más excepcionales, se complican con naderías,
con episodios cotidianos, malgastan su entusiasmo en gestos sin importancia.
Mi tristeza no
soporta lo que hay de imprevisible en cada transeúnte, las imágenes
heteróclitas, los colores demasiado discordantes, el ruido. En el mercado
encuentro todo esto y a veces me basta con una hora para poder regresar a casa tranquilo.
Esta tristeza dócil -con la que juego como un padre con un hijo que se vuelve insolente
cuanta más atención le prestas, pero a quien con una mirada puedes dominar, mandarlo
a su habitación-, aún sigue sorprendiéndome.
Sale repentinamente
a mi encuentro bajo la forma de un objeto, generalmente feo; una ventana
demasiado alta con el marco desvencijado y los cristales opacos, una página de
diario con la letra mal impresa, que me marea cuando empiezo a leer. Trata así de
capturarme, de ahuyentarme de nuevo hacia mi buhardilla, hacia las sombras y
los vagos contornos que se adivinan tras los pesados párpados. Sin embargo he
conseguido, con el tiempo, descubrirle el juego y, con ello, la forma de
alejarla. Me digo en voz alta: “Estas ventanas sucias seguro que no ocultan
nada interesante”, o “Probablemente se trate solo de un artículo sobre la elección
de un nuevo ministro o algo por el estilo”. Con una sonrisa desdeñosa, que me imagino
perfectamente aunque no suelo ensayar ante los espejos, paso decididamente de
largo ante la tristeza evanescente.
(...)
De hecho, sé que
no está bien llamarla tristeza, se trata más bien de un desviarse hacia una
sombra en la que todo se mezcla, imágenes precisas, sucesos del pasado, no sé
qué vagos deseos. (El término posiblemente sería más oportuno si esos deseos,
evidentemente irrealizados, fueran más precisos. Lo utilizo, con todo, al no
encontrar otro más apropiado.)
Un viejo con un
chaleco naranja que no te abandona en toda la tarde; una mano enguantada
tirando suavemente de la portezuela de un automóvil que arranca veloz y de la
cual no te puedes desprender hasta que recobra sus proporciones mínimas, igual
de inesperadamente. No son, que digamos, situaciones muy cómodas.
Título original:
Ferestrele Zidite.
Páginas:293
Editorial: Editura Est (Samuel Tastet Éditeur,
2001)
ISBN
973-98094-8-0
Edición
Definitiva, Revisada y Corregida.
Traducción al castellano de la autora de este blog.